sábado, 1 de agosto de 2009

Capítulo 1 Del cómo y el porqué

Todavía recuerdo su mirada soberbia enfrentada a la mía.
La crueldad de sus palabras y unos pocos segundos bastaron para comprender que había sido un estúpido, un peón, la pieza más simple de un juego del que ni sabía que formaba parte. Es la ventaja con la que juegan tus jefes y que no descubres hasta el momento final, el momento en que te despiden.
Traicionado y vendido, me sentí como un trozo de carne en el escaparate, una mercancía que se vendía al mejor postor. Sobre la mesa frente a mí, un papel que esperaba mi firma y un Boli. Aquel despacho sin alma y aquellos dos personajes vacíos hinchados de poder y maldad seguramente habrían visto aquella situación míles de veces. Seguramente imaginaban en su minúsculo y retorcido cerebro que aquello iba a terminar con mi firma estampada sobre el papel. Idiotas. Cotizaba mi piel, mi sudor y mi autoestima muy por encima de lo que lo hacían ellos.
Todo eso llegó al final de una cadena de acontecimientos que precipitaron un desenlace que tarde o temprano hubiera acabado por llegar. Era cuestión de tiempo y oportunidad. Era injusto. Había estado años trabajando para tener una oportunidad que se me negaba. Y no sólo eso: querían echarme de allí como si fuera un fardo incómodo, como un perro lleno de pulgas. Por eso exploté.
Aunque era una explosión anunciada. Lo tenía escrito en los ojos, en el frío de mi mirada. Cualquiera que lo hubiera intentado habría podido descubrir en ellos la inevitable cuenta atrás que precedía al estallido final. No me arrepiento. Alguna vez tenía que pasar. Algunos lo llamarán Destino. Yo lo llamo consecuencia. Al final todo lo que hacemos nos sirve para extraer una gota de sabiduría que nos enriquece. Esa es una de las cosas que nos diferencia de esas alimañas en que se convierten la mayoría de esos chupasangre que son los jefes. A veces, se pueden encontrar respuestas allí donde solo queda vacío.
Pero antes de extenderme en detalles, empezaré por el principio. Relataré como sucedió todo, lo que me llevó a aquel despacho.
A los diecinueve años se inició esta cadena de horror y vejación. Ahí comenzó toda esa cadena de errores. A esa edad dejé los estudios, que no me iban demasiado bien y cometí el error de apostar por mi trabajo en lugar de mi talento. En realidad, mi talento ya había quedado en entredicho con toda claridad reflejado en el boletín de notas. El instituto solo retrasaba mi independencia y mis ansias de libertad. Lo que yo quería era tener dinero y comprarme la moto por la que tanto suspiraba, poder montar en ella, girar el puño del gas y lanzarme sobre el asfalto mientras sentía el viento en mi cara. Ahora, nueve años después, todo eso sonaba lejano y carente de sentido. Tenía una medio novia con la que flirteaba y me sentía a gusto. Dio señales de ser más lista que yo cuando, al comentarle que pensaba dejar los estudios, me aconsejó que no hiciera eso. Las razones que argumentó, en aquel momento me parecieron vacías y de poco peso. A mis padres tampoco les hizo demasiada gracia aquella decisión, pero viendo mi talento académico, pensaron que tal vez fuera lo mejor. De todas formas, ya tenía la decisión tomada. Buscaría un trabajo y, en cuanto acabara el curso, empezaría a trabajar.
Después de dos o tres borradores, elaboré un currículum que contenía alguna que otra pequeña mentirijilla y lo fui repartiendo por los polígonos industriales de la zona, empresas diversas y comercios de la ciudad.
No tuve que buscar mucho para dar con uno. No era un trabajo cualquiera. Nada menos que Mozo de almacén.
Me entrevisté con un tipo a las diez de la mañana. A aquella temprana hora, lo que más impresionaba de aquel tipo era la humedad de sus axilas, que habían trazado un perímetro de al menos quince centímetros de diámetro bien visible sobre la camisa. También era una delicia olfativa para todo aquel que estuviera en un radio de menos de cinco metros de distancia. Estuvo casi tres minutos leyendo un currículum que se componía de diecisiete líneas. Me hizo un par de preguntas cuyas respuestas ya estaban en el currículum que había entregado en mano. Se lo pensó apenas veinte segundos antes de aceptar.
Mis primeros meses sucedieron en una nave, llevando cosas de un lado para otro y preparando el material que me ordenaban para que otro espabilado viniera a llevárselo. Como es facil imaginar, tenía un encargado que gozaba de control absoluto sobre mi persona. La plantilla estaba formada por cuatro almas jóvenes y puras de mente virgen y despoblada de cualquier maldad. Otra cosa era el encargado. Ese era un dandy, un figurín de metro sesenta y nueve, de pelo liso, treinta y tantos años y cincuenta y seis kilos de peso que era pura mala leche esperando la mínima oportunidad para derramarse. Todas las mañanas venía con un fuerte olor dulzón a colonia infantil que anunciaba su presencia antes de que apareciera. Alguno aventuró que venía tan perfumado para que no se notara tanto el aroma de la oveja con la que había pasado la noche.
Desde aquel comentario, no dejaba de imaginarlo persiguiendo ovejas a la luz de la luna con la lujuria en la mirada hasta dar caza a alguna. Lucía un rostro despejado y una mirada turbia. Se las daba de tipo duro, pero su voz tenía cierto deje femenino y costaba tomarle en serio. Hablaba con rapidez y muchas veces no se le entendía. El primer día empezó a hablarme con la mirada tan desprovista de sentimiento que parecía que fuera un carnicero y yo un corderito en el matadero. Su boca parecía una metralleta escupiendo saliva en todas direcciones.
A medida que pasaron los días me fui acostumbrando a su velocidad verbal, pero lo que más me costó fue contener la risa al oír su timbre de voz con ese deje tan femenino. Solía llevar pantalones oscuros, camisa a cuadros tipo mantel y una gorra roja. Se jactaba con demasiada frecuencia de ser imprescindible en la empresa. Para los demás era una baratija de tipo, un cabrón miserable que cualquier día recibiría un puñetazo en los morros sin aviso previo. Era capaz de ver la nave medio vacía y arrancarse con que había que trasladar material al lado opuesto de la nave para optimizar espacio. En ocasiones, daba órdenes por el placer de ser el jefe. Esas tonterías sólo se le podían ocurrir a él y a tipos con el cerebro medio vacío. El grupo de mozos se divertía imitando la rapidez con la que daba las órdenes acompañándolo de alguna mueca cómica. A veces le imaginábamos tratando de seducir a una muchacha en la barra de un bar, proyectando su masculinidad corrompida por el timbre de su voz y su velocidad de palabra. Alguien aventuró alguna vez que su rapidez verbal era un síntoma de eyaculación precoz, lo que provocó una avalancha de risas que duraron varios meses y que se repetía cada vez que oíamos su voz crispada dando órdenes.
Cierto día, a media tarde, un año después de mi incorporación, ya hartos de oírle rebuznar, las cuatro mentes vírgenes ya no estaban tan estériles de maldad y perversión. El tiempo y el maltrato habían sembrado en ellas la semilla del rencor y la venganza. En cuanto se presentaba la ocasión, solíamos evadirnos a la parte trasera del almacén, donde podíamos reunirnos sin estar al alcance de aquel animal. En una de esas, los cuatro que estábamos allí decidimos gastarle una bromilla inocente pero con mala idea. Se trataba de hacerle creer que uno de nosotros se había cortado la mano y se le había quedado colgando. Se trataba de algo inocente. No nos planteamos otra cosa que ver su rostro ante la situación.
Planeamos el asunto con todo detalle durante al menos veinte minutos. Fue una cosa improvisada. No esperabamos tener tanto éxito. Nos hicimos con un bote de ketchup para simular la sangre y lo echamos a suerte para ver quién era el que hacía de víctima para pringarse la mano y poner la cara de horror necesaria. Lo jugamos al palillo más corto. Tocó a uno que tenía cara de simpático. Ese resultado provocó algunas dudas. Solía reírse con demasiada frecuencia por cualquier tontería. Incluso una vez se pilló el pié con una caja enorme de casi doscientos kilos y ni aún así dejó de sonreír. Decía que le hacía cosquillas. Eso fue antes de ponerse rojo y descubrir que se había clavado parcialmente un clavo que le provocó una herida sin muchas consecuencias excepto diez días de baja.
Al ver el resultado de la prueba, todos nos miramos con sorpresa. Uno se encogió de hombros y los demás hicimos lo mismo. Le miramos con cara de pasmo. Era un tipo simpático y excesivamente sonriente. Apenas tenía pelo en la cabeza. No es que se rasurara, es que se lo dejaba muy corto y su pelillo rubio apenas era perceptible. Parecía un huevo con piernas.
Mientras le echábamos el ketchup en la mano, le advertimos seriamente de que no debía reirse. La broma dependía de eso. Ni siquiera apagó la risa mientras asentía. Aquello acabó por irritarme y opté por tomar cartas en el asunto.
- Este no deja de sonreír –aullé-. Lo haré yo.
Nadie dijo nada. Tomé el ketchup y lo eché sobre la mano. Entonces dejó de sonreír. Pero para entonces ya era tarde. Uno empezó a gritar. Me tiré en el suelo y empecé a revolcarme al tiempo que gemía y fingía consumirme de dolor. El encargado apareció con aire de querer pegarnos una paliza a todos.
- ¿Qué cojones pasa aquí? -aulló
Alguien señaló mi mano y sus ojos experimentaron una gran sorpresa entremezclada por un miedo atroz. Debió ser muy creíble, pues cuando vió manchas rojas por el suelo, dio un paso atrás y cayó redondo.
Aquello cambió radicalmente todos los planes. Cuando vímos que caía al suelo como un saco de patatas y no respondía, supimos que habíamos metido el pie hasta la rodilla en un charco de mierda. Era seguro que cuando se despertara, no aceptaría una simple disculpa. Sus cabreos ya eran monumentales cuando sucedía cualquier mínimo contratiempo… ¿Qué iba a ocurrir entonces?
Limpiamos el suelo y dejamos todo tal cual estaba. Lo llevamos a la oficina y le dejamos sentado en una silla, como si estuviera dormitando confiando en que cuando se despertara podríamos engañarle facilmente como el palurdo que era. Nuestra baza es que mi mano estaba entera y sin un rasguño. Cuando despertó, apareció al cabo de un rato arrastrando el infierno tras él. El plan que habíamos acordado era negarlo todo, como si hubiera sido producto de su imaginación. Era tan tonto que quizá colaba. Pero no coló. El chaval excesivamente simpático lo cantó todo. Su enfado fue tal que fue a ver a su supervisor para que me despacharan de allí con la rapidez del rayo. No sólo porque fui yo el que llevó a cabo la broma, sino porque había surgido de mi fértil y retorcida imaginación.
Mi contrato se alargaba durante tres meses más que a los dos se nos antojó una condena, así que para evitar males mayores, me destinaron a reponer en el centro comercial. Eso significaba que tendría otro supervisor que se encargaría de controlarme y darme trabajo. Yo lo tomaba como unas vacaciones antes del despido.
El supervisor resultó ser una supervisora, que quizá, en una vida anterior era una persona. En aquellos momentos era lo más parecido a una bruja. Su gesto natural era el de Hitler sin bigote. Si abría la boca era para echar alguna bronca. Palabras de reconocimiento no oí brotar ninguna de ella en todo el tiempo que estuve allí. Los demás, tanto vendedores como reponedores, tratábamos de evitarla lo máximo posible. Los reponedores lo teníamos más fácil, pues podíamos ocultábamos tras las estanterías en algún pasillo, pero los pobres vendedores no tenían otra salida que estar en primera línea de fuego, atendiendo a los clientes. Marisa, que así se llamaba aquel ente, supervisaba que todo se hiciera con el máximo respeto, sigilo y profesionalidad. En aquellos meses, los que creí últimos de mi carrera en aquella empresa, a pesar de que hubiera podido hacer el gamberro sin freno, me lo tomé con calma y cumplí con mi cometido. No quería problemas.
Contra todo pronóstico, me renovaron. Ni yo puedo explicarme semejante muestra de generosidad. El caso es que ampliaron mi contrato seis meses más. Cumplía con mi trabajo con eficiencia y me llevaba bien con todos los compañeros que tenía, ya fueran vendedores o reponedores.
Mi trabajo era sencillo y me permitía moverme entre las distintas secciones. Mi sección favorita era la zona de deporte. Un día, mientras reponía unas zapatillas, una muchacha de bellos ojos y escultural figura se dirigió a mí para que la ayudara. Debió tomarme por un vendedor, por un típo con buen gusto o debí parecerle enormemente guapo. Prefiero pensar que fue por esto último. El caso es que le vendí lo que ella quiso sin que yo supiera que la supervisora me había estado observando. Continué ejerciendo mi trabajo con la misma efectividad de siempre. Mi contrato terminaba en febrero, y ante el incremento de las ventas que se suponía en fechas navideñas, se habló de incorporar más vendedores. Entonces surgió mi nombre.
Fue dicho y hecho. Me llamaron al despacho del supervisor jefe. Siempre había oído decir que eso casi nunca era buena señal y yo lo creí.
Subí con un tembleque en los pies que casi adivinaba el descalabro que se me venía encima. Pero nada más sentarme, el ambiente fue muy cordial. Hasta creí que me serviría algo de alcohol.
- Dime, ¿estas contento con tu trabajo? –empezó. En aquel momento me pareció una pregunta bastante estúpida, ¿Qué podía decirle? ¿acaso quería oír la verdad? ¿qué me sentía explotado por lo mucho que trabajaba y lo poco que se agradecía en la paga? ¿acaso quería oír eso?
- Estoy a gusto –respondí-. La gente es muy amable.
Se acarició la barbilla rasurada con las yemas de los dedos y se reclinó en el asiento.
- Llegan las Navidades en unos días. Estamos planteando incorporar más gente para ventas de cara a estas fiestas. He oído que te desenvuelves bastante bien con el público y conoces el género. He pensado que podía interesarte.
Me quedé un tanto sorprendido. No esperaba tanta hospitalidad. Ya iba con la imagen en la mente de una huella de zapato impresa en la parte trasera de mis pantalones y de repente me encontraba con esto.
- ¿Me está ofreciendo un puesto en ventas? –pregunté en un rebuzno.
El tipo torció el gesto antes de responder.
- Le he echado un vistazo a tu expediente –murmuró con el mismo tono de suficiencia-. Tu contrato finaliza dentro de tres meses. Esto es más una solución temporal de cara a las fiestas. Primero veremos como te desenvuelves y después hablamos, ¿te parece? –soltó echando mano a unos papeles sobre la mesa y dando por finiquitado el asunto. Sin embargo, no me moví.
- Los vendedores cobran más -aulló-, ¿voy a cobrar lo mismo?
- Tienes un contrato en vigor. Tu sueldo está estipulado.
- Mi contrato es de reponedor, no de ventas.
El tipo asintió levemente.
- Veré lo que puedo hacer. De momento, empiezas la semana que viene.
Hice un atisbo de risa. Ya había dejado de ser tan tonto.
- Hasta que no pueda darme una respuesta en firme con lo que voy a cobrar, me ceñiré al contrato que tengo estipulado, que es el de reponedor. De todas formas le agradezco que haya pensado en mí.
Salí del despacho como un soplo de aire caliente, casi flotando. No tuve que esperar mucho, pues el lunes siguiente, cuando supuestamente tenía que empezar, hubo un aluvión de gente. A media tarde fui invitado de nuevo al despacho. Su respuesta en firme no acabó de cuajarme, pues me aumentaba una mínima parte el sueldo, así que seguí tensando la cuerda. Alguien me informó sobre la ventaja que tenía: era de la casa, conocía el género y los procedimientos a seguir. Si contrataban a alguien, tardarían un tiempo en que funcionara satisfactoriamente. Y si iban a pagarle igual que a los demás vendedores, no iba a conformarme con menos. Así se lo dije antes de abandonar su despacho.
El martes y el miércoles siguientes tuvieron algún incidente derivado del poco número de vendedores disponibles. La gente se agolpaba y cuando pasaban diez minutos, se cansaban de esperar y se marchaban. Supongo que se dieron cuenta de que estaban perdiendo más dinero del que supuestamente iban a pagarme, así que se pusieron las pilas.
El miércoles a última hora volví al despacho. Tanta insistencia me halagaba y a ellos les inflaba la paciencia. El colmo de todo fue cuando por fín me equipararon la paga a la de los demás vendedores. Ahí si me lucí. Lo pedí por escrito y firmado.
El buen hombre, de frente sudada y mirada afilada, encendió el ordenador y me imprimió una hoja donde ponía todo con detalle. Firmé las dos copias, y él también.
Cuando salía de allí, verdaderamente creí que no me iban a renovar más. Las miradas nunca son casuales, y la de ese tipo contenía un mensaje claro y contundente: Te voy a fundir.
Empecé el jueves. Marisa no me quitó el ojo de encima en ningún momento. Las instrucciones esa primera mañana fueron claras: el primer cliente era para mí. Dicho y hecho. Apareció un padre despistado que no sabía lo que quería para sus hijos. Eso sí: sabía lo que no quería. Empecé a hacerle sugerencias y acerté en algunas, así que al cabo de un cuarto de hora, había hecho mi primera venta del día. Al terminar, miré a Marisa y esta hizo un gesto seco de asentimiento. Había pasado el examen.
No me resultó difícil, pues era bastante agradable de cara a la gente. Me gustaba tratar con ella, hablar y crear un ambiente de confianza que más tarde se traducía en ventas. Eso no podía ser, pues la gente venía a comprar cosas, no a merecer simpatías. Ese primer día fue difícil, pero los siguientes fueron mejor. Seguía viniendo gente y nosotros, que éramos cinco vendedores, fuimos dando la talla. Las marejadas de gente fueron in crescendo en los días posteriores. Salvo algún que otro problemilla por la alta incidencia de clientes, resuelto sin mayores consecuencias, todo fue como la seda. Se hacían enormes sumas de caja y tarjetas, los compañeros eran buena gente y la Navidad es un periodo en el que todo el mundo se siente obligado a perdonar a los demás, así que todo era perfecto.
Sin embargo, el contrapunto ocurrió cuando mi novia decidió darse un tiempo de respiro de nuestra relación que todavía le dura. Dijo que necesitaba pensar sobre si me seguía queriendo o no. Con todo el dolor de mi corazón la dejé marchar con sus meditaciones con la certeza de que la había perdido.
Mi vida sentimental atravesó unos meses de transformación y cambios. Sin embargo, profesionalmente, la empresa volvió a dar muestras de que creía en mí más que yo mismo al renovarme, pero no ya como reponedor, sino como vendedor. Casi no me lo creí. Con todo lo que había tensado la cuerda, querían renovarme. Me presentaron un contrato para convertirme en fijo con un sueldo que en aquel momento me pareció –pensamientos textuales- “de la hostia”.
Desde que firmé aquel contrato, todo fue para mejor. Al cabo de unos meses conocí a Sofía. Todo funcionó a las míl maravillas hasta que sus celos aparecieron en escena. Las broncas empezaron a inundar la relación hasta que se volvió insostenible. Todo acabó en menos de un año. Yo vivía en casa de mis padres y ella con los suyos, pero el desgaste que sufrí me llevó a tomar la determinación de no volver a estar con una persona tan celosa. Ese fue uno de los pocos puntos oscuros que atravesó mi vida en esa etapa.
Cuando Sofía abandonó mi vida, me sumergí en un mundo de relaciones cortas e intensas, donde todo empezaba y se consumía en pocas horas. Aquello fue alivio durante unos meses, pero pronto dejó de funcionar.
Justo cuando empezaba a creer que todo era una mierda, la vida me puso en contacto con Lorena. Había oído decir que la belleza era una simple cuestión de interpretación, pero al verla, todo mi cuerpo se bloqueó. Apareció en uno de los lugares que mi grupo de amigos solíamos frecuentar. Era tan guapa que arrastraba las miradas de todos los presentes. Es fácil que un grupo de chicas y chicos interactúe si hay voluntad y proximidad física. Se dieron los dos requisitos.
Al principio, todo fue muy despacio. Nos conocíamos, hablábamos, reíamos, nos hacíamos alguna confidencia, lo normal entre dos amigos. Sin embargo, todo se aceleró al cabo de tres meses. Nos dimos un beso y todo siguió un curso natural, sin prisas, un proceso que desembocó en la oficialización de la relación un par de meses más tarde.
Entonces, la situación dio un vuelco. El trabajo dejó de ser lo prioritario para lanzarme a la conquista del mundo con Lorena. Quería vivir y renacer a su lado cada día. Sentir que tenía un lugar al que pertenecía, un refugio al que podía volver. Verme reflejado en sus ojos era una sensación que nunca antes había experimentado. Adoraba esos pequeños momentos de evasión y complicidad…
Fue como un castillo de naipes. Todo funcionaba. Mi vida personal empezó a ganar peso frente a mi vida profesional. Solo pensaba en ella. Sentía su ausencia como si me hubieran arrancado el corazón y los pulmones. El trabajo empezó a causarme estragos. Los compañeros eran lo mejor, pero no podía decir lo mismo de los encargados y supervisores. La presión, las quejas y las broncas por cualquier tontería empezaron a acaparar demasiado espacio.
Al principio traté de ignorarlo, pero no lo conseguí. Algunos clientes, cada vez más hoscos, se volvieron insoportables. Recuerdo el caso de una clienta que me obligó a pedirle disculpas por que me había pedido un material y me había equivocado de veinte céntimos en el precio. Llevaba mucho tiempo aguantando impertinencias de clientes desagradecidos que, ante el regalo de mi sonrisa, mi voz aterciopelada o mi encanto desarrollado a través de siete años en las trincheras de las ventas, preferían gruñir o encararse chulescamente porque omitían un detalle importante o porque algún dedo torcido señalaba a Huesca en vez de Teruel. O decían “karate” después de decir “judo” y sacarles el kimono. Normalmente, la consigna era ignorar, rectificar el error y seguir trabajando.
Pero el tiempo iba pasando, las torpezas y los atropellos que cometían con uno se iban acumulando hasta que llegaba un límite en el que uno sentía la necesidad de hacer algo. Por si eso no era suficiente, luego estaban los encargados, que iban sembrando y envenenando el aire que separaba nuestros dos estatus, como queriendo señalar que el de uno y otro eran dos planetas distintos.
Mi trabajo era simple: consistía en atender al público. Esa era mi prioridad. Si no tenía trabajo y quería, reponía material, controlaba lo que quedaba en existencias y si encontraba algo que se había agotado, pasaba nota al supervisor o a uno de los reponedores. Era bastante disciplinado en mi cometido. En aquellos momentos había pedido un aumento de sueldo que hubiera colmado mis aspiraciones económicas. Tenía que demostrar que lo merecía, y trabajaba con mucho mimo, sin perder el tiempo. La empresa quería ver cómo el tiempo de trabajo se optimizaba y se aprovechaba al máximo, y eso es lo que le estaba dando.
Para acabar de terminar ese triangulo fatal, diré que la relación con mi pareja, después de tres años y medio de convivencia andaba un tanto trastocada. Ella ganaba dinero, y aunque yo ganaba más, nos costaba ahorrar y cada vez la situación se tensaba más. No era culpa suya. No era culpa de nadie. Sencillamente, habíamos adquirido demasiadas deudas con una costosa hipoteca y un coche de gama media que en un corto espacio de tiempo nos hubiéramos visto forzados a adquirir. Necesitábamos ambas cosas, quizá hubiéramos podido prescindir del coche, pero en el momento de tomar la decisión, nos pareció una buena inversión sin que llegáramos a pasar muchos apuros para pagarlo. A eso luego se sumaron varios imprevistos más que dejaron nuestra cuenta bancaria en un estado lamentable, pendiente de los recibos para ingresar el dinero justo. Mi petición de aumento podía aliviar esa situación, y provocar un efecto en cadena que llegara a sosegar la relación. Pero el dinero no llegaba, y por tanto, la calma tampoco.
Esa situación estaba erosionándome a mí tanto como a ella. Llevaba meses pendiente de esa respuesta. No estaba dispuesto a seguir esperando. Tenía decidido insistir hasta conseguir la respuesta. Aunque fuera negativa. Eso me permitiría conocer mi situación real y sabría a que atenerme.
Había estado trabajando en la misma empresa durante muchos años, nueve, y pocas veces habían tenido queja de mí. La supervisora parecía contenta y los demás compañeros me soportaban tanto como yo a ellos. Es decir, había concordia, equilibrio. Todo funcionaba. Había tenido una jefa durante los primeros cuatro o cinco años. No es que fuera mala, pero era demasiado exigente sin motivo aparente. Casi acaba conmigo.
La supervisora que había venido después, Marisa, era una mujer de unos cincuenta y tantos años con unas gafas tremendas y una melenilla ridícula que merecía llevar un cascabel colgado al cuello. Su afán de protagonismo y su escasez de inteligencia nos llevaron a los demás a situaciones rocambolescas. Con ella tuve algún roce, como lo tuvieron los demás. Su facilidad para los cambios de humor y sus sorprendentes subidas de tono facilitaron su marcha, que se había pactado para el próximo fín de mes. No se la iba a echar mucho de menos.
Sin embargo, la semana previa a su marcha, se mostró tan encantadora como sólo las serpientes que persiguen un venenoso fín podían serlo. Ni un solo problema con nadie. Todo eran palabras amables, abrazos acompañados de frases del tipo “Os voy a echar mucho de menos” inundaban la escena. No parecía la misma de antes. Hubo alguno, un muchacho joven, un ejemplo flagrante de demencia precoz, que se arrepintió de que se fuera, pero fue un caso aislado que se solventó con una potente colleja.
A falta de un par de días para que se consumara el traslado, empecé a notar que algo se movía a mi alrededor. Se percibía en el ambiente. Trasladaban a parte del personal hacia otro centro. No creí que estuviera entre ellos, pues sólo movían a la gente que era prescindible, que no daba la talla. Hablando claro, a los que no rendían lo suficiente. A esos los molestaban lo máximo posible para que acabaran largándose por su propio pié. Así evitaban soltar una cantidad en concepto de despido. Sorprende lo cabrones que se vuelven los jefes cuando se trata de dinero. Lo tratan como si fuera su sangre. Igual se han llevado bien contigo el resto del año, y cuando se acerca la fecha en la que se supone que han de renovarte o dejarte libre, te machacan física y psicológicamente para que acabes tomando tú la decisión. O cuando la empresa la dirigen dos socios, te cambian de empresa, te amenazan con echarte si protestas y así van sumando dinero negro. Tienen el corazón en el banco.
Pero volviendo al tema, cuando se rumoreó por los pasillos que el traslado de la jefa no sería el único, todos miramos a Casper, un muchacho de unos veinte años, con el pelo rubio engominado y en punta, que tenía tendencia a crear caos ahí donde había orden. Más de la mitad de las probabilidades le apuntaban directamente. El segundo candidato más probable estaba a mucha distancia y era otro muchacho de su misma edad, que llevaba pendiente y siempre estaba haciendo el ganso con uno de los que había en el almacén, subidos en la traspaleta, cogiendo carrerilla y colisionando contra las cajas que encontraban por en medio.
El encargado de personal, al que había pedido el aumento personalmente, me llamó a su despacho ese viernes por la tarde. Creí que sería para darme una respuesta a mi petición, así que no sospeché nada. Terminé con los clientes que tenía y subí a su despacho, en el primer piso. Llamé a la puerta con más educación que un lord inglés y esperé respuesta.
- Adelante – se escuchó desde dentro.
Entré con una mezcla de cautela y satisfacción. Me indicó una silla y me senté mientras removía unos papeles sobre la mesa.
- Seguramente sabrás que una de las supervisoras es trasladada. Asentí con aire marcial, sereno.
Sentí una punzada en el corazón.
- Por supuesto –respondí-, ¿se sabe quien va a sustituírla?
Sabía que una de las maneras de conseguir más dinero era ascender a un puesto de mayor responsabilidad. Llevaba mucho tiempo observando el trabajo de los supervisores por si se presentaba la oportunidad y no me pareció que fuera más difícil que el que llevaba haciendo.
Tras sus gafas, me lanzó una mirada de depredador esperando el momento de saltar a la yugular.
- He estado observándote estos últimos días –empezó-, y lo cierto es que me ha decepcionado tu comportamiento para haber pedido un aumento de sueldo.
El shock no pudo ser más sublime. Aquello no me cuadraba. Sentía que había trabajado con más entusiasmo que nunca en las últimas semanas espoleado por la creciente necesidad que tenía.
- ¿A qué se refiere? –pregunté con cierto temor en la voz.
Tras su mesa, lanzó un suspiro y se reclinó sobre su silla con aire de superioridad. Dejó las manos una sobre la mesa. La expresión de su rostro era firme. Parecía El Padrino antes de sentenciar a alguien.
- Me he informado sobre ti. Me han dicho que no estabas haciendo tu tarea con la satisfacción que cabría esperar.
- ¿¡Qué!? –rebuzné. Los ojos casi se me salen de las órbitas.
- Y no sólo eso –continuó implacable-: También me han dicho que te ausentas de tus funciones con mucha frecuencia y que algunos compañeros se han quejado de ti por no cumplir con tus obligaciones.
Se me quedó la cara del tonto. Le miré con una mirada descompuesta y vacía.

- Eso no es cierto –aullé con una impotencia que no podía ocultar, que dejaba paso a una rabia creciente-, ¿quién ha dicho que me ausento? ¿quién se ha quejado?
- Eso no puedo decírtelo.
La cara de pasmo no se borraba de mi rostro.
- ¿Quién ha dicho todas esas mentiras? ¿Pro qué no le pregunta a Marisa?
En sus ojos leí que intentó esquivar la respuesta, pero finalmente acabó por confesar.
- A ella le pedí informes sobre tu comportamiento. Ella habrá tenido sus fuentes.
La rabia inundaba mis ojos.
- ¿Y se lo cree? –troné enfadado-, llevo casi nueve años trabajando aquí, ¿cree que habría pedido un aumento de sueldo si pensara que no trabajo más y mejor que los demás? ¿cree que hubiera pedido un aumento si considerara que mi rendimiento es tan deficiente?
El tipo hizo un gesto como si le importara un pepino y acabó por encogerse de hombros. Esperó una reacción. El ya había puesto las cartas sobre la mesa. Sin embargo, acabó por resumir la situación.
- Con estos informes, sé que comprendes que no puedo darte lo que pides.
La mirada furiosa no se aplacó.
- Creí que había dicho que me había estado observando…
El tipo meneó la cabeza.
- Es una forma de hablar. No tengo tiempo para eso. Normalmente suelo delegar esas funciones en los supervisores. Como su nombre indica, para eso están.
Me ardía la sangre. Un sudor frío me empapó las manos.
- He trabajado más y mejor que los demás. He trabajado más incluso de lo que me toca. No me muevo de mi sitio más de lo estrictamente necesario. Soy uno de los mejores vendedores que tiene en plantilla. Estoy seguro de que soy de los que más ventas hago. Pregunte a los demás y verá que es muy diferente a todo lo que le han contado.

El tipo movió la cabeza negativamente.
- La supervisora no tiene por qué mentir. Confío en ella. Es una persona honrada y profesional. Precisamente fue ella la que te recomendó para el puesto de vendedor. No creo que haya dicho todo eso para fastidiarte, y menos cuando le falta poco para irse.
Mis ojos desprendían un brillo afilado. Parecían cuchillos.
- Sé que estás decepcionado –continuó-. Si quieres dejar la empresa, dilo con dos semanas de antelación.
Me sentí como si me estuvieran echando. Probablemente así era.
- ¿Me esta despidiendo?
El encargado sacó una hoja de dentro del primer cajón y lo tendió sobre la mesa. Puso un Bolígrafo sobre el papel y sonrió.
- No. Te trasladamos al nuevo centro comercial. Tienes una bonificación de tres míl euros. Seguirás siendo vendedor. Será como volver a empezar.
La mirada se me afiló como un cuchillo. No necesitaba leer el papel para saber lo que había.
- ¿De veras?, y también me quitáis la antigüedad, ¿verdad? Eso no me lo dices.
El tipo no respondió hasta pasados unos segundos.
- No puedo darte el aumento que pides. Los informes indican que tu rendimiento está muy por debajo de la media. Lo mejor es que aceptes este puesto.
Sonó como lo que era: Una amenaza en toda regla.

- ¿Y que pasa si no acepto?
- Te pediría que lo reconsideres. Aquí solo puedes empeorar tu situación.
- ¿Es una amenaza?
- Es una oferta. La empresa no va a mejorarla, pero puede empeorarla.
Me humedecí los labios mientras mi cerebro trataba de asumir el revés que acababa de llevarme.
- Quiero que todo eso me lo diga ella a la cara –troné.
- No estoy aquí para perder el tiempo.

- Yo tampoco. Si ha dicho eso, que me lo diga a la cara. Tengo derecho a defenderme.

El hombre me miró por espacio de varios segundos. Apretó un botón de un aparato que había a su lado y habló a través de él.
- Que venga Marisa, supervisora de planta –soltó el botón y señaló la hoja sobre la mesa-. Ahora que ya estás satisfecho, lee la hoja.
No moví ni un músculo. Mi mirada vacía se enfrentó a la suya, igualmente vacía como los ojos de una calavera.
- Sé de sobra lo que pone.
El encargado soltó un atisbo de risa antes de sacarse las gafas y limpiar los cristales con su corbata.
- Es una oferta estupenda. Más de lo que crees. Allí tendrás oportunidad de promocionarte, de ascender. Es lo que más te conviene.
- Ya. Gracias por su interés.
- Estoy aquí para eso. Para ayudarte.

Después de soltarme una amenaza de despido, sus palabras dulces ya no engañaban a nadie.
- ¿En serio? Siempre había oído que está aquí para cortar cabezas.
El tipo soltó unas cuantas carcajadas.
- A veces hay que quitarse de encima unas cuantas manzanas podridas -soltó-. Pero ese no es tu caso. No tienes de qué preocuparte.
- ¡Claro que no! –aullé irónico-, sencillamente, mi rendimiento está por debajo de la media y me ausento repetidas veces de mis obligaciones. Soy un trabajador digno de elogio. Y encima quiere ayudarme a promocionar. Gracias otra vez.
- ¡No confundas las cosas! –tronó él-, ¡esta es la mejor oferta que te vamos a hacer! ¡si no la aceptas, te irás sin nada!
Sonaron dos golpecitos frágiles en la puerta.
- Adelante –aulló el encargado. No tenía necesidad de mirar para saber de quién se trataba.
- ¿Me había llamado? –inquirió Marisa asomando la cabeza como un conejo fuera de su madriguera.
- Si, pase –soltó el encargado. Marisa cerró la puerta y se acercó a la mesa.
- ¿En qué puedo ayudarle? –soltó echandome una breve mirada.
- ¿Elaboró usted este informe? –aulló el mostrando un informe en el que en la parte superior se leía mi nombre y una fecha reciente.
- Sí.
- ¿Puede resumirlo?
- Desde luego: Es el seguimiento sobre el rendimiento del agente de ventas David Prats. Hay tres puntos importantes: En primer lugar se observa una pasividad a la hora de vender, sus cifras de ventas han descendido mucho. En segundo lugar estan sus ausencias de su puesto de trabajo, todas ellas injustificadas. Ficha y al cabo de un rato no está en su puesto. Ha desaparecido.
- ¿Qué está diciendo? –troné furioso- ¡Eso es mentira y ella lo sabe!
- ¡Déjela terminar! –aulló el encargado.
Cerré la boca a pesar de que tenía ansias de soltar bocados.
- En más de una ocasión se ha ausentado durante más de una hora –continuó ella regodeandose ante mi cara de crispación-. Y en tercer lugar, están las desapariciones de material.
- ¿Qué? ¿Ahora también me acusa de robo?
- No podemos probarlo –aulló ella-, pero tenemos indicios que apuntan hacia usted.

- ¿Qué indicios? ¿mis huellas en alguna caja? ¿una grabación?

- Tu actitud y desprecio a tu trabajo es lo que más te acusa -aulló ella con suficiencia.
- Todo eso es una mierda –troné-. Nada de lo que dice es cierto. Nada. Ni mi rendimiento, soy el que más ventas hace, ni mis ausencias, que ni siquiera voy al baño, ni mucho menos los robos.
- No vamos a presentar cargos –aulló el encargado-, pero tu vida aquí, tal como la has conocido no puede continuar.
- Si eso fuera cierto, yo mismo firmaría encantado ese papel. Se acabó y me voy. Pero no voy a dejar que ensuciéis mi nombre acusándome de toda esa mierda. De eso ni hablar.
- Mira –intervino el encargado-, sé que esto no es fácil, así que piénsalo. Tómate hasta el viernes para dar una respuesta.

- No necesito pensarlo. Si vais a despedirme, me despedís. Pero quiero lo que me corresponde -solté-. No quiero seguir trabajando en un nido de víboras.

- Te he hecho una oferta -murmuró con serenidad el encargado-. Tómala como tu finiquito y en paz.

El brillo de mis ojos era ya intenso en aquel momento.

- ¿Sabeis qué es lo peor de que me tomeis por tonto?

- Esto es lo que te corresponde -aulló el encargado.

- ¿Tres míl cochinos euros? ¿por nueve años de trabajo? -reí-, creo que no. Es algo más. Los tres lo sabemos.

El encargado no apartó la mirada, como tratando de intimidarme.

- Firma la hoja. Es esto o nada. Firma o te obligaremos a marcharte por tu propio pié. Tu decides. Sabes que lo hemos hecho otras veces. Tu eres quien más tiene que perder.

En ese punto, mi corazón desbocado hacía rato que galopaba sin control y mi mirada desprendía el brillo de un puñal.

- Ya te daré una respuesta a eso -aullé levantándome de la silla furioso.

Cuando salí ya no era el mismo que había entrado apenas diez minutos antes. El incendio que llevaba dentro no se podría apagar ni con un par de cervezas.

Se había declarado una guerra.
Así fué como y por qué empezó todo.

No fué todo por dinero...